-”Cuéntame un cuento”- me dijo después de taparse hasta el cuello con la sábana.
-¿Un cuento?- le pregunté extrañado.
Hacía muchos meses que habíamos abandonado esa costumbre. Ahora ella se iba a dormir un poco más tarde y siempre cargaba con un libro que la acompañaba hasta que se dormía. Sus gustos estaban cambiando: miraba series de televisión y dibujos animados que ya no eran aquéllos tan infantiles de antes.
-¡Venga, papi, explícame un cuento!- insistió.
Empecé a salir de mi extrañeza y recordé que hacía unas semanas había removido algunas cajas con libros. Eran libros de cuando cursaba los estudios primarios, la EGB. Libros de texto, libretas usadas y libros de lectura.
-Espera un momento. Enseguida vuelvo- le dije con un tono de misterio y complicidad.
No tardé mucho en regresar junto a su cama. Medio escondido detrás de mi espalda, asomaba un libro. Ella, impaciente, se esforzaba por ver la portada.
-Fábulas fabulosas- leyó la niña.
-Si – le confirmé-. Son fábulas, cuentos, narraciones escritos por cuatro grandes autores: Esopo, La Fontaine, Iriarte y Samaniego. Este libro era uno de mis favoritos cuando yo tenía más o menos tu edad.
La niña me arrebató el libro y comenzó a pasar sus páginas buscando las ilustraciones y las letras capitales. Un brillo de ilusión y entusiasmo se instaló en sus ojos.
-¿Comienzas por ésta?- me ordenó acercándome el libro abierto. Entonces comencé a leer los versos de “La zorra y las uvas” de Samaniego. Y luego continué, sin que ella me lo pidiera, con otra fábula de Esopo. Y después fue el turno de La Fontaine. Y, por último vino el sueño y cerró sus ojos.
La noche siguiente solo fui un alegre espectador. El libro cambió mis manos por las suyas. Las frases y los versos llenaron sus ojos. Mi boca calló y recitaron sus labios. Ella se durmió entre sábanas y fábulas y yo pensé en hacer este juego de cartas.
Gregori Navarro