La gota resbala y, como si cayera por un precipicio, se estrella en la palma de su mano.
A ésta le siguen otras que acaban en su vestido y en el frío suelo de piedra. Suspira y quiere ahogar su llanto silencioso y sus sentimientos compasivos. No puede.
Ante sus ojos se representa la última y terrible escena. Dura y fría, siguiendo los patrones de las mejores tragedias de Esquilo, la acción se desarrolla con otro ritmo. Han acabado las carreras en la oscuridad, las persecuciones de verdugo y víctima por los pasillos y pasadizos húmedos, los gritos y los ruidos de la respiración agitada.
Ahora el último estertor de muerte ha llegado al colosal cuerpo de su medio hermano, y de su bravura asesina no queda ya nada. Ahora solamente destaca un hilillo de babas y sangre que mana de su hocico.
Ahora los movimientos, rápidos y agresivos, de aquel príncipe ateniense, han dejado paso a su respiración entrecortada, que nos avisa quién ha sido el vencedor, que recuerda quién es el superviviente.
Ella alza la mirada y observa el ovillo de cuerda salvador. Con un suave gesto le indica que tienen que escapar de aquel escenario de muerte y horror.
El monstruoso minotauro queda tendido, sin presente ni futuro ya desvanecido.
Teseo, el que pasará a la historia como el héroe valiente y libertador, recoge su espada y dirige sus pasos, cabizbajo, hacia donde está ella.
Ariadna comienza a caminar enrollando la cuerda en su mano, hacia la libertad, hacia el centro de su laberinto.
Gregori Navarro